El sol apenas asomaba por el horizonte cuando el tren en el que viajaba entró lentamente en la estación de St. Pancras. Era mi primera vez en Londres, una ciudad que había imaginado mil veces, y mi corazón latía con una mezcla de emoción y curiosidad. Con mi mochila al hombro, salí al bullicio de la estación. Los anuncios en inglés, las prisas de los viajeros y el olor del café recién hecho me dieron la bienvenida.
Decidí empezar el día con una visita al British Museum, una joya que abría sus puertas temprano. Al entrar, me quedé maravillado por la magnitud del edificio y su icónica cúpula de cristal. Allí me perdí entre momias egipcias, frisos del Partenón y artefactos de civilizaciones antiguas, cada uno contando historias de mundos lejanos. Era fácil pasar horas entre sus muros, pero la llamada de la ciudad exterior era más fuerte.
Desde allí, caminé hasta Covent Garden, un lugar que rebosaba vida y color. Músicos callejeros tocaban melodías animadas mientras los turistas y locales disfrutaban de cafés y pasteles en las terrazas. Me permití un respiro, tomando un té y un scone, y me sumergí en el ambiente. Londres tenía una energía única, como un tapiz en el que lo antiguo y lo moderno coexisten en armonía.
Continué mi recorrido hacia el río Támesis, pasando por Trafalgar Square y sus majestuosos leones. Al llegar, el emblemático Big Ben brillaba bajo el sol del mediodía. Al cruzar el Puente de Westminster, me detuve un momento para contemplar la vista: el Parlamento a mi izquierda y el London Eye a mi derecha. Decidí embarcarme en una de las cápsulas de esta gigantesca noria para obtener una panorámica de la ciudad. Desde lo alto, Londres se desplegaba ante mí: la cúpula de St. Paul, la Torre de Londres y más allá, los rascacielos de la City. Era un espectáculo inolvidable.
Ya en tierra firme, seguí el río hacia el sur, llegando al Borough Market. El aroma a especias, pan recién horneado y pescado fresco llenaba el aire. Probé un fish and chips que me recomendó un vendedor amable y lo disfruté sentado en un rincón tranquilo, observando el ir y venir de las personas. El mercado era un caleidoscopio de sabores y culturas, un reflejo de la diversidad londinense.
La tarde me llevó a la Torre de Londres, un lugar cargado de historia. Mientras recorría sus pasillos de piedra, sentía el peso de los siglos sobre mí. Las joyas de la Corona brillaban con un resplandor casi mágico, pero también pensaba en las intrigas y secretos que esas paredes habían presenciado.
Al caer la noche, regresé al Soho, donde las luces de neón iluminaban las calles llenas de teatros, restaurantes y bares. Escogí un pequeño pub inglés para mi cena, acompañado de una cerveza artesanal local. Mientras escuchaba las risas y conversaciones a mi alrededor, reflexioné sobre todo lo que había vivido ese día. Londres no solo cumplió mis expectativas, las superó. Era una ciudad vibrante, enigmática y llena de contrastes, un lugar al que sabía que querría regresar.
Finalmente, exhausto pero satisfecho, me dirigí a mi pequeño hotel en Bloomsbury. Al meterme en la cama, no podía evitar sonreír. Había sido un día extraordinario, y Londres había dejado una marca imborrable en mi corazón.
Autor: Guille - Publicado: 8.4.25 - Viaje realizado: 11.2.25Archivo Diarios de viajes